Estudié inglés en el colegio y sacaba buenas notas. Pero al migrar me di cuenta de la realidad.

Estudié inglés en el colegio y sacaba buenas notas. Podía hacer los ejercicios del libro, escuchaba música en inglés. Aunque no entendía muchas palabras, si retenía algunas frases.

En un momento de mi vida, pasé unos meses en Estados Unidos. Era mi primera vez en un país de habla inglesa, y yo sentía que sabía inglés. Formaba parte de mi identidad. Podía entenderlo al leerlo y, con suficiente esfuerzo, captar de qué trataban las películas.

Pero cuando me encontré con el agente de migraciones y tuve que explicarle por qué entraba al país, me di cuenta de la realidad. No comprendía bien qué quería saber. Pensé que me iba a deportar al oler mi miedo. Recuerdo la incomodidad de no poder expresarme con claridad, la mirada de sospecha en su rostro, y cómo eso me ponía cada vez más nervioso. Fue entonces cuando lo entendí: no sabía hablar inglés.

El camino hacia la fluidez

Durante mi estadía, hice varias cosas para mejorar. Vi mucha televisión, primero con subtítulos en inglés y luego sin ellos. Pasaba horas en bibliotecas leyendo cómics en inglés. Ahí fue cuando tomé conciencia de que necesitaba mejorar. Sabía que mi tiempo allí era limitado, así que debía aprovechar la oportunidad para aprender de verdad.

Empecé escuchando mucho en la televisión (especialmente It's Always Sunny in Philadelphia)  y leyendo sin parar. Poco a poco, pasé de los cómics a novelas cortas, luego a cuentos y, finalmente, a libros de filosofía en inglés (en ese entonces estudiaba filosofía). Pasé de Batman y Maus a Hannah Arendt. Los leía en voz alta para acostumbrar los músculos de la cara a los sonidos del idioma.

El momento decisivo

Por cosas de la vida, me hice amigo de un estadounidense, y fue entonces cuando realmente aprendí a hablar inglés. Recuerdo que, después de un viaje de campamento con amigos gringos, algo cambió dentro de mí. Durante dos días enteros, no tuve la posibilidad de hablar en español. Contaba historias, escuchaba las de otros, reaccionaba, reía y compartía.

Cuando regresé a casa y hablé con alguien en inglés, me dijeron: "¿Qué le pasó a tu inglés?" Algo se había desbloqueado en mí. Por primera vez, sentía que podía expresarme con naturalidad, reír y hacer reír a otros en inglés.

La inmersión como clave

Desde entonces, veo la inmersión como el paso clave para ganar fluidez. Después de escuchar, leer y practicar en aplicaciones, lo que realmente marca la diferencia es interactuar con otras personas. Esa conexión cara a cara, intentando comunicarse y mostrar la propia personalidad, solo se logra en interacción directa.

Por eso, atesoro ese campamento como una experiencia invaluable. Me dio la confianza de comunicarme sin necesidad de conocer todas las palabras. Me enseñó a no frenarme antes de hablar. Si la otra persona no entendía, podía buscar otra forma de explicar la idea.

Crear oportunidades de práctica

Por eso valoro espacios como Poliglota, donde los clubes de conversación y grupos de aprendizaje, con coaches que fomentan la interacción, nos ayudan a lanzarnos sin miedo. Porque lo más importante no es la perfección, sino la comunicación y la conexión con otros.

Entonces, ¿cómo podemos acercarnos a la experiencia que viví en el campamento? ¿Cómo hacer que ocurra con frecuencia, con intensidad y estructura, para aprender de manera efectiva?

No debemos quedarnos atrapados en los libros ni en la comodidad de las aplicaciones. Debemos recordar la razón por la que existen los idiomas: conectar con los demás. Espacios como Poliglota nos permiten revivir esa esencia y avanzar en nuestro aprendizaje de una forma más auténtica y efectiva.